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Lieber Meister

Lieber Meister Louis Henry Sullivan

Louis Henry Sullivan (3 de Septiembre de 1856, Boston, Massachusetts – 14 de Abril de 1924, Chicago, Illinois)

Enterrado en el cementerio de Graceland, Chicago (Illinois, USA)

Diseñado por George Elmslie

"So remember, and bear ever in your mind in your thinking and your doings, that FORM EVER FOLLOWS FUNCTION, that this is the law a universal truth." L. Sullivan

Con la salud deteriora de un riñón y problemas cardíacos, murió en su sueño el 14 de abril de 1924. Fue depositado para descansar al lado de sus padres en el Cementerio de Graceland en Chicago, el 16 de abril de 1924.

La lápida fue erigida por sus admiradores que usaron contribuciones privadas. El modelo de seis puntas sobre el frente es uno de los propios diseños de Sullivan, destacando su perfil en el centro. Los lados del monumento muestran la evolución del rascacielos.

En el reverso de la tumba se puede leer la siguiente dedicatoria:

1856 Louis Henry Sullivan 1924
By his buildings great in influence and power; his drawings unsurpassed
in originality and beauty; his writings rich in poetry and prophesy;
his teachings persuasive and eloquent; his philosophy where. In “form
follows function”. He summed up all truth in art, Sullivan has earned his place
as one of the greatest architectural forces, in America.
In testimony of this, his professional and other friends have built this monument.

1856 Louis Henry Sullivan 1924
Por sus edificios grandes en influencia y poder; sus dibujos sin igual
en originalidad y belleza; sus escrituras ricas en poesía y proféticas;
sus enseñanzas persuasivas y elocuentes; su filosofía:" La forma
sigue la función ". Él resumió toda la verdad en el arte, Sullivan ha ganado su lugar
como una de las mayores fuerzas arquitectónicas, en América.
En testimonio de esto, su profesionalidad y otros amigos han construido este monumento.
(Perdonar por la traducción, mi ingles es muy rústico)

Frank Lloyd Wright habla de su último encuentro con Sullivan en su autobiografía:

Unos siete años más tarde el Lieber Meister y yo nos encontramos otra vez. Me di cuenta instantáneamente de que él también había ido de mal en peor. La administración del Auditórium se había negado finalmente a sostenerle más tiempo en las espléndidas oficinas de la torre, y le ofreció dos habitaciones, más abajo, cerca de las que Adler había ocupado en el frente de la Wabash Avenue. Las aceptó, pero más tarde incluso aquellas se le clausuraron al maestro. En aquella ocasión me había llamado a larga distancia. Afortunadamente yo estaba capacitado para restablecerle. Pero los hábitos adquiridos en su temprana vida en París habían hecho estragos en él. Había “perdido el gusto”, como dicen, y de manera tremenda.

Le encontré muy apagado y entristecido también. Me llamaba “Frank”, con amabilidad. Me encantaba la manera en que la palabra salía de él. Antes siempre había sido “Wright”.

Su coraje no había desaparecido. No, nunca desparecería. Sus ojos ardían tan brillantemente como siempre. La vieja chispa de humor aparecía de vez en cuando. Pero su empuje no era el mismo: el cuerpo se estaba desmoronando.

Recuerdo, sentando junto a él, que observaba la mesa inútilmente llena de papeles; había fotografías de un pequeño edificio bancario que estaba haciendo. Estas mostraban sólo remanentes del gran genio que había brillado en él, tanto en el Wainwright Building como en los lejanos días en la torre del Auditórium. En aquel momento encontraba un gran apoyo en Georges Elmslie, quien ya estaba con él cuando se construyeron esos edificios. El leal George.
Pero al menos el Liber Meister estaba a salvo, sentado en una butaca, junto a una chimenea. Había sido nombrado miembro vitalicio de los Cliff Dwellers (asociación de escritores y artistas de Chicago). Unos pocos camaradas suyos quedaban junto a él. Era una de las grandes virtudes de aquella organización social, que hizo esto por él. Me había escrito con él desde Japón, y también desde Los Ángeles. Siempre que iba a Chicago cogía una habitación en el hotel Congress para él, al lado de la mía. Él estaba entonces en el viejo Hotel Warner, en Cottage Grove Avenue, una vieja guarida con poca cosa que recomendar. La realización del Imperial Hotel le enorgulleció enormemente, escribió dos artículos al respecto para la revista Architectural Record. “Por fin, Frank”, dijo, “algo que ellos no pueden arrebatarte”. (Me pregunto, por qué pensaba que “ellos” no podían arrebatármelo. “Ellos” podían arrebatárselo todo a cualquiera, por las buenas o por las malas).

Varios arquitectos de Chicago le ofrecieron su amistad, y fueron amables con él: Gates of the American, T.C. Lucas, Hottinger, y otros, especialmente de la Northwestern Terra Cotta Company. Pero no era ahora más tolerante que antes con sus contemporáneos en arquitectura. Ahora incluso menos que antes.

Durante años había estado obligado a ver cómo se ofrecían grandes oportunidades de trabajo a jóvenes sin talento; trabajo que él podía haber hecho mucho mejor. Sus costumbres personales habían dado pie a los prejuicios provincianos, a “mirar con alarma” o con disgusto su proceder, aunque no estuviese directamente relacionado con su eficacia como arquitecto. El prejuicio, el provincianismo y lo cotidiano eran sus enemigos implacables. ¿Un genio? Bueno, ese término lo condenaba. Su aplicación eliminaría a cualquier hombre de la escena comercial en que vivimos. ¡Finanzas! Hay que ponerse a salvo cuando el hombre de la calle pronuncia esa palabra.

Él mismo malogró su éxito. Cada vez con mayor frecuencia, se refugió de la soledad (de la frustración) en el mismo lugar y de la misma manera que muchos otros talentos hermanos se han visto obligados a hacerlo desde el principio de los tiempos. También de la traición.

Si realmente se hubiera presentado la ocasión, incluso es esta época tan avanzada de su vida, él podría haber aportado años de notable eficacia. Pero el prejuicio popular, alentado por el celo profesional, levantó un muro de ignorancia a su alrededor, tan alto que el muro cegó a sus compatriotas y su talento se desperdició. A veces su desaliento vencía a su orgullo y a su natural confianza en sí mismo. Incluso su enorme coraje daría paso al temor por conseguir un sustento. Entonces todo se aclararía otra vez; pero esto sólo duraría un momento.

Era cáustico cuando elegía ser el viejo Maestro. En un momento de humor amargo, podía echar abajo a una docena o más de sus severos contemporáneos, podía ponerles de vuelta y media, del revés. Su espada podía cortar como un rayo.

El estaba escribiendo en ese momento “Autobiografía de una idea”, y ocasionalmente me leía algunos capítulos. Siempre le agradó escribir. Completamente alejado entonces de su natural medio de expresión, se volcó cada vez más en escribir. Pronto el libro llegó a significar mucho para él.

Había visitado Taliesin unos años antes. Pero para él supuso más bien una experiencia fuerte; el resultado fue un mal resfriado. Dos años más tarde, noté que su respiración se volvía más lenta y que después de tomar varias tazas de café fuerte que tanto le gustaba, su respiración se hizo tan lenta que tuvo que cogerme del brazo para caminar, muy despacio.

Se estaba hundiendo. Yo continuaba viéndole muy a menudo; cada semana si me era posible.

Las semanas pasaron y llegó a Taliesin una llamada telefónica desde el hotel Warner. Fuí a Chicago y encontré al hotel en pie de guerra contra él. Se había puesto muy enfermo. Le sobrevenían accesos violentos cada vez con más frecuencia. Hice las paces con el administrador, después de protestar enérgicamente por la condición en la que había encontrado su habitación. El administrador estaba realmente preocupado por Sullivan, pero se estaba volviendo loco. Finalmente conseguimos una enfermera que pudiera permanecer junto a él. Su devota camarada, al pequeña sombrerera de pelo rojo naranja, quien le entendía y podía hacer casi todo con él, venía de un hospital.

El me suplicó “No me deje, Frank. Quédese”.

Me quedé. Por la mañana pareció volver a ser él mismo. Hablamos de la próxima aparición de Autobiografía de una idea. El confiaba en obtener algunos ingresos del libro.

Lo tenía todo para encontrarse a gusto; de modo que después se quedó dormido. Regresé a Taliesin, con la promesa de la enfermera de que me llamaría en caso necesario.

Unos días más tarde volví a visitarle.
Tenía mejor aspecto. Estaba allí, por fin, el primer ejemplar encuadernado de su Autobiografía. Acababa de llegar, estaba sobre la mesilla del dormitorio. Quería levantarse. Le ayudé, le puse mi abrigo sobre los hombros al tiempo que se sentaba en la cama, con los pies tapados sobre el suelo. Contemplaba el libro.

“Aquí está, Frank”.

Yo estaba a su lado, pasé mi brazo alrededor de él, para mantenerle en calor y erguido. Pude sentir cada vértebra de su cuerpo cuando pasé mi mano por su espalda, para reconfortarlo y sentir el latir de su corazón. Un corazón que de tamaño doble al natural debido al café y al bromuro, según su médico, sobresalía a través de las costillas.

“Déme el libro”. El primer ejemplar para usted. ¡Un lápiz! Intentó levantar el brazo para coger el lápiz; no pudo. Se dio por vencido, intentando sonreir.
Nunca leí el libro. Todo lo que sé de él son los capítulos que me leyó. No pude leerlo, Mi ejemplar se perdió en el incendio de Taliesin.

Si, el coraje todavía estaba ahí. Maldecía un poco, pero dulcemente. Sus ojos estaban profundamente hundidos en las cuencas, aunque todavía brillaban con intensidad. Bromeaba acerca del final que venía venir, y nuevamente maldecía bajo su respiración. Por primera vez admitía para sí mismo el fin. Pero para mí, él simuló como si estuviera mejor, no obstante ese brazo inútil. Una mala señal, parecía indiferente: no quería hablar en absoluto de ello, de ninguna manera. La vida había sido dura con él. Los amigos que tenía poco pudieron hacer para compensar la profunda tragedia de su frustración como arquitecto. En soledad, sólo un año antes, él había hecho hermosos dibujos para “System of an architectural Ornament”, con mano temblorosa, como con parálisis, hasta que empezó a dibujar; después absolutamente firme, Estos dibujos evidencian un pequeño decaimiento en el estilo y ejecución de sus mejores dibujos, El “Ornament” fue su inagotable último regalo. Juntos habíamos pasado por situaciones que parecían peores que ésta. Así que lo volví a recostar sobre la cama, lo cubrí, y me quedé sentado a su lado, al borde de la cama. Se durmió. Aparentemente había pasado otra crisis. Parecía dormir bien, su respirar era suficientemente profundo y, una vez más, suave. La enfermera salió durante un momento. Me hicieron una llamada imperativa desde Taliesin. Tuve que marchar, pero había dejado una nota a la enfermera para que me llamase inmediatamente si se producía cualquier recaída.

Una vez en Taliesin estuve atento al teléfono, angustiosamente. No sonó ninguna llamada; me sentí más tranquilo.

Pero al día siguiente supe de su muerte por los periódicos, y por una llamada a larga distancia de Max Dunning. Murió después de dejarle.

Algunos arquitectos bondadosos (el pequeño Max fue uno de ellos; Andy Rebori fue otro), vinieron a verle y se hicieron cargo. No me enviaron a buscar.
El Maestro no tenía nada en el mundo que pudiese llamar propio, excepto su ropa nueva (que había sido uno de los placeres de mi vida el vérsela vestir) y un daguerrotipo de su querida madre, de él y su hermano, a la edad de nueve años, de pie, uno a cada lado de ella.

Sabiendo que se moría le había dado esta preciada posesión a la enfermera para que se la diera a "Frank".

Me habría gustado quedarme la cálida bufanda que llevaba alrededor del cuello, ¿Quién la iba a usar? ¿Él se había ido!

Nadie pensó en consultarme respecto a los arreglos del funeral. Sus amigos planearon un funeral común y corriente en Graceland, en el que Wallace Rice, su camarada en el Club de los Cliff Dwellers habló; asistí. Después, diseñaron un monumento para él... Un fragmento de su ornamento. Diseñado para su tumba en su propio estilo. “Ellos” decidieron esto, para que fuese diseñado por George Elmslie, el joven suplente que llevé a Sullivan, desde el despacho de Silsbee, porque el Maestro quiso que entrenase a alguien para que ocupase mi puesto en caso de que algo me sucediera.

George había ocupado mi sitio cuando me fui, y permaneció con el Lieber Meister diez años o más. Pero, para mí, que lo he compendido y querido, esa idea de un monumento al gran Maestro era sencillamente irónica. No merecía la pena hacer nada. Fue lo mejor que se les ocurrió hacer por él, pero, ¿acaso un monumento es algo más que un monumento a quienes lo erigen?.

¡Los monumentos! ¡Por Dios! ¿Es que nunca acabaremos con esa banalidad, con esa falta de piedad?

Cuántos grandes hombres han vivido cuya memoria ha sido traducida, ridículamente o inconscientemente insultada de este modo, cuando han muerto, por el monumento que “ellos” se erigen a sí mismos en su nombre. Thomas Jefferson, Abraham Lincoln, por nombrar algunos. ¡Monumentos! Los monumentos están hechos por aquellos quienes, voluntariamente o no, nunca hicieron nada sino traicionar lo que aquel gran hombre más amaba, esos que fueron “caritativos” cuando él tuvo necesidad; oficiosos cuando él murió. ¡El infierno los guarde a todos!

Escribí algo en la plenitud de mi corazón, publicado entonces en alguna parte. He olvidado dónde. Era lo siguiente:

Lo nuevo y lo Antiguo, y lo Antiguo en lo Nuevo siempre es un Principio.
Un principio lo es todo, y la única realidad que mi Maestro realmente siempre amó, le dio estatura al hombre y gran significado a su trabajo.
Su fidelidad a un principio fue su rasgo más notable cuando todo a su alrededor era una venenosa niebla cultural que oscurecía y destruía cualquier esperanza de encontrar belleza en la cultura de este mundo.

Los edificios que en tan poco tiempo nos dejó son lo menos importante de él. En su corazón tenía una infinita estima por su país, el país que lo desaprovechó. Sus compatriotas lo desaprovecharon, no porque quisieran sino porque no llegaron a conocerle.

Ese fue el gran momento de Louis Sullivan. Su mayor empeño. El rascacielos como nuevo objeto bajo el sol, una entidad imperfecta, aunque con una virtud, la individualidad; una belleza completamente propia: el edificio en altura había nacido. Hasta que Louis Sullivan mostró el camino, los edificios altos no habían tenido unidad, nunca habían sido “altos”.

El maestro tenía genio o, más bien, el genio lo tenía a él. El genio lo poseía, se revelaba en él. Y él lo desperdició.

No hace mucho, muy fatigado, en un momento de abatimiento, dijo: “Hoy sería muy difícil hacer una obra radical; y más difícil que nunca conseguir que fuese aceptada”. “¡La gente ha dejado de pensar! Ha comenzado la inevitable tendencia hacia la mediocridad, tomando en vano el nombre de la Democracia. Eso pienso”.

No, Maestro, créame que no es así. Nunca hay un inevitable contrario a la naturaleza; la naturaleza es amor a la Vida. La llama arde en su mano maestra desde las profundidades de la antigüedad, desde el corazón de este mundo humano. Se mantuvo encendida y sostenida en lo alto, al menos durante veinte años, gracias a usted. ¡Y no se apagará! Siempre ha estado ardiendo de mano en mano y todavía, desde el comienzo de la vida del hombre, no se ha apagado.

Extracto de “Autobiografía 1867-1944, Frank Lloyd Wright” El Croquis editorial

1 comentario

Vir -

Leer sobre vidas de seres excepcionales, ensancha mi visión acerca del ser humano.
Y aquí lo intereante es que se relaciona con la arquitectura...
Gracias Almalé.