"De un pobre hombre rico"
"De un pobre hombre rico"
Von einem armen, reichen Mann
Neues Wiener Tablatt, Viena, 26 de Abril de 1900.
Adolf Loos
Quiero hablaros acerca de un pobre hombre rico. Tenía dinero y
bienes, una mujer fiel que, con un beso en la frente, le liberaba de las
preocupaciones que traían los negocios, un corro de hijos que hubiera
provocado la envidia del más pobre de sus trabajadores. Sus amigos
le querían, pues todo lo que emprendía prosperaba. Pero hoy la situación
es muy, muy distinta. Y así ocurrió:
Un día ese hombre se dijo: «Tienes dinero y bienes, una mujer fiel e
hijos, por los que te envidiaría el trabajador más pobre. Pero ¿eres
feliz? Date cuenta que hay personas que carecen de todo por lo que se
te envidia. Pero sus preocupaciones las ahuyenta un gran mago, el
arte. ¿y qué es para ti el arte? No lo conoces ni siquiera de nombre.
Cualquier advenedizo puede entregarle su tarjeta de visita y tu criado
le abrirá de par en par. Pero al arte todavía no lo has recibido en tu
casa. Yo sé bien que no vendrá. Pero iré en su búsqueda. Debe instalarse
y habitar en mi casa como un rey».
Era un hombre de mucha fortaleza, lo que asía era resuelto con energía.
Era lo acostumbrado en sus negocios. Así, acudió ese mismo
día a un famoso arquitecto y le dijo: «Tráigame usted arte, arte entre
mis cuatro paredes. El gasto no importa».
El arquitecto no dejó que se lo dijeran dos veces. Fue a casa del
hombre rico, echó fuera todos sus muebles, hizo venir un ejército de
colocadores de parquet, estucadores, barnizadores, albañiles, pintores
de paredes, ebanistas, fontaneros, fumistas, tapiceros, pintores y escultores
y ¡zas!, sin darse cuenta se había atrapado, empaquetado, bien
guardado el arte entre las cuatro paredes del hombre rico.
El hombre rico era más que feliz. Más que feliz paseaba por las nuevas
habitaciones. Donde quiera que mirara había arte, arte en todo y
por todo. Agarraba arte cuando agarraba un picaporte, se sentaba
sobre arte cuando tomaba asiento en un sillón, apoyaba su cabeza en
arte cuando cansado la apoyaba en las almohadas, su pie se hundía en
arte cuando andaba sobre las alfombras. Se deleitaba en arte con
enorme fervor. Desde que su plato también había sido decorado con
motivos artísticos, cortaba su boeuf à l'oignon con doble energía.
Se le alababa, se le envidiaba. Las revistas de arte glorificaban su
nombre como uno de los primeros en el reino de los mecenas, sus
habitaciones fueron retratadas, comentadas y explicadas para servir
como modelo a las reproducciones.
Pero lo merecían. Cada estancia constituía una determinada sinfonía
de colores. Pared, muebles y telas estaban combinados de la manera
más refinada. Cada objeto tenía su lugar idóneo y estaba ligado a
los demás en unas combinaciones maravillosas.
El arquitecto no había olvidado nada, absolutamente nada. Ceniceros,
cubiertos, interruptores, todo, todo había sido combinado por él.
y no se trataba de las artes arquitectónicas vulgares, no, en cada ornamento,
en cada forma, en cada clavo estaba expresada la individualidad del propietario.
(Una labor psicológica cuya dificultad reconocerá cualquiera.)
El arquitecto, sin embargo, rechazaba todos los elogios modestamente.
Porque, decía él, estas habitaciones no son mías. Allá en frente,
en el rincón, hay una estatua de Charpentier. Y, al igual que yo le
reprocharía a cualquiera que afirmara haber diseñado una habitación
aunque hubiese usado tan sólo uno de mis picaportes, del mismo
modo yo no puedo decir que estas habitaciones han sido concebidas
por mí. Esto eran palabras nobles y consecuentes. Cierto ebanista, que
quizás empapeló su habitación con papel pintado de Walter Crane y
que, a pesar de todo, se atribuía los muebles que ahí se encontraban
por haberlos proyectado y ejecutado él mismo, se avergonzaba hasta
lo más profundo de su negra alma al enterarse de estas palabras.
Volvamos tras esta divagación a nuestro hombre rico. Ya he dicho lo
feliz que era. Una gran parte de su tiempo la dedicó a partir de entonces
sólo al estudio de su vivienda. Pronto se dio cuenta de que debía
estudiarla. Había mucho que memorizar. Cada objeto tenía su lugar
concreto. El arquitecto se había portado bien con él. Había pensado
en todo con antelación. Para la cajita más pequeña había un lugar
concreto, hecho intencionadamente para ella.
La vivienda era cómoda pero, para la cabeza, muy fatigante. Por
ello, durante las primeras semanas, el arquitecto vigiló en qué forma
se desenvolvían para que no incurrieran en ningún error. El hombre
rico se esforzaba. Pero ocurrió que, distraídamente, dejó un libro que
sostenía en la mano en el cajón destinado a los periódicos. O que
depositó la ceniza de su cigarro en aquel hueco de la mesa destinado
al candelabro. Cuando se había cogido un objeto, adivinar y buscar el
antiguo lugar que le correspondía no tenía fin, y en alguna ocasión
tuvo el arquitecto que consultar los planos de detalle para volver a
encontrar el lugar que le correspondía a una caja de cerillas.
Donde el arte aplicado había conseguido tales triunfos, no podía
quedarse atrás la música aplicada. Esta idea tenía muy preocupado al
hombre rico. Hizo una solicitud a la compañía de tranvías con la
cual intentaba que en sus vehículos utilizaran el motivo de campanas
de Parsifal en lugar de sonidos sin sentido. En la compañía no le
hicieron caso. Todavía no daban suficiente acogida a ideas modernas.
A cambio, se le permitió que pavimentara, a su cargo, la zona frente
a su casa, de modo que cada vehículo estuviera obligado a pasar por
delante al ritmo de la marcha de Radetzky. También los timbres eléctricos
de sus salones fueron provistos con motivos de Wagner y Beethoven y todos
los profesionales de la crítica de arte alababan en gran manera al hombre
que había abierto un nuevo dominio "al arte en los artículos de uso".
Como puede imaginarse, todas estas mejoras hicieron al hombre aún más feliz.
Pero no puede callarse que procuraba estar el menor tiempo posible en casa.
Y es que, de vez en cuando, se desea descansar un
poco de tanto arte. ¿O podría usted vivir en una galería de cuadros?
¿O estar sentado meses enteros en «Tristán e Isolda»? En fin, ¿quién
le iba a reprochar que recurriera de nuevo al café, al restaurante o a
los amigos y conocidos para reunir fuerzas para estar en su casa? Se lo
había imaginado distinto. Pero el arte requiere sacrificios. Ya había
llevado a cabo tantos. Los ojos se le humedecían. Pensaba en muchas
cosas viejas a las que había tenido tanto cariño ya las que, de vez en
cuando, echaba de menos. ¡El gran butacón! Su padre siempre había
hecho la siesta en él. ¡El viejo reloj! ¡Y los cuadros! ¡Pero el arte lo exige!
¡Ante todo, no aflojar!
Ocurrió que una vez celebraba su cumpleaños. La mujer y los hijos
le habían colmado de regalos. Las cosas le agradaron sobremanera y
le produjeron cordial alegría. Poco después llegó el arquitecto para
comprobar que todo estaba en orden y dar respuesta a cuestiones difíciles.
Entró en la habitación. El dueño le salió contento al encuentro pues
tenía muchas preguntas que formular. Pero el arquitecto no advirtió
la alegría del dueño. Había descubierto algo muy distinto y palideció:
«Pero, ¡qué zapatillas lleva usted puestas!», exclamó con voz penosa.
El dueño miró su calzado bordado. Pero respiró aliviado. Esta vez se
sentía totalmente inocente. Las zapatillas habían sido confeccionadas
fielmente de acuerdo con el diseño original del arquitecto. Por ello
replicó con aire de superioridad:
«¡Pero, señor arquitecto, ¿lo ha olvidado? Las zapatillas las ha diseñado
usted mismo!»
«¡Ciertamente!, tronó el arquitecto, pero para el dormitorio. Usted
está estropeando todo el ambiente con esas dos horribles manchas de
color. ¿No se da usted cuenta?»
El dueño de la casa lo vio inmediatamente. Se quitó rápidamente las
zapatillas y se alegró tremendamente de que el arquitecto no encontrara
imposibles también sus calcetines. Se dirigieron al dormitorio
donde el hombre rico pudo volverse a calzar las zapatillas.
«Ayer, empezó tímidamente, celebré mi cumpleaños. Los míos me
colmaron de regalos. Le he hecho llamar, querido señor arquitecto
para que nos aconseje sobre cuál es la mejor manera de colocar los
objetos.»
La cara del arquitecto se alargaba visiblemente. Entonces estalló:
«¡Cómo se le ocurre dejarse regalar algo! ¿No se lo he diseñado yo
todo? ¿No lo he tenido ya todo en cuenta? Usted no necesita nada
más. Está usted completo.»
«Pero, se permitió replicar el dueño de la casa,
¡todavía podré comprarme algo!»
«¡No, no puede usted! ¡Nunca más y nada más! Sólo me faltaba esto.
Cosas que no hayan sido diseñadas por mí. ¿No he hecho suficiente
permitiéndole el Charpentier? ¡La estatua que me roba toda la fama
de mi trabajo! ¡No, no puede comprarse usted nada más!»
«¿Y si mi nieto me regala un trabajo del jardín de infancia?»
«¡Pues no puede usted aceptarlo!»
El dueño de la casa estaba anonadado. Pero aún no había perdido.
«¡Una idea, ya la tengo, una idea!: ¿y si quisiera comprarme un
cuadro de la Sezession?» preguntó triunfante.
«Intente colgarlo en algún sitio. ¿No ve usted que ya no queda sitio
para nada más? ¿No ve usted que para cada cuadro que le he colgado
le he compuesto un marco en la pared, en el muro? No puede desplazar
ni un solo cuadro. Intente usted colocar un nuevo cuadro.»
Entonces se produjo un cambio en el hombre rico. El hombre feliz
se sintió de repente profunda, profundamente desdichado. Vio su
vida futura. Nadie podía proporcionarle alegría. Debería pasar sin
deseos frente a las tiendas de la ciudad. Para él ya no se creaba nada
más. Ninguno de los suyos le podía regalar su retrato, para él ya no
existían más pintores, más artistas, más oficios manuales. Estaba cortado
del futuro vivir y aspirar, devenir y desear. Sentía: ahora debo
aprender a vagar con mi propio cadáver.
Cierto: ¡Está completo!,¡Está acabado!
1. Adolf Loos. Escritos I 1897-1909
Von einem armen, reichen Mann
Neues Wiener Tablatt, Viena, 26 de Abril de 1900.
Adolf Loos
Quiero hablaros acerca de un pobre hombre rico. Tenía dinero y
bienes, una mujer fiel que, con un beso en la frente, le liberaba de las
preocupaciones que traían los negocios, un corro de hijos que hubiera
provocado la envidia del más pobre de sus trabajadores. Sus amigos
le querían, pues todo lo que emprendía prosperaba. Pero hoy la situación
es muy, muy distinta. Y así ocurrió:
Un día ese hombre se dijo: «Tienes dinero y bienes, una mujer fiel e
hijos, por los que te envidiaría el trabajador más pobre. Pero ¿eres
feliz? Date cuenta que hay personas que carecen de todo por lo que se
te envidia. Pero sus preocupaciones las ahuyenta un gran mago, el
arte. ¿y qué es para ti el arte? No lo conoces ni siquiera de nombre.
Cualquier advenedizo puede entregarle su tarjeta de visita y tu criado
le abrirá de par en par. Pero al arte todavía no lo has recibido en tu
casa. Yo sé bien que no vendrá. Pero iré en su búsqueda. Debe instalarse
y habitar en mi casa como un rey».
Era un hombre de mucha fortaleza, lo que asía era resuelto con energía.
Era lo acostumbrado en sus negocios. Así, acudió ese mismo
día a un famoso arquitecto y le dijo: «Tráigame usted arte, arte entre
mis cuatro paredes. El gasto no importa».
El arquitecto no dejó que se lo dijeran dos veces. Fue a casa del
hombre rico, echó fuera todos sus muebles, hizo venir un ejército de
colocadores de parquet, estucadores, barnizadores, albañiles, pintores
de paredes, ebanistas, fontaneros, fumistas, tapiceros, pintores y escultores
y ¡zas!, sin darse cuenta se había atrapado, empaquetado, bien
guardado el arte entre las cuatro paredes del hombre rico.
El hombre rico era más que feliz. Más que feliz paseaba por las nuevas
habitaciones. Donde quiera que mirara había arte, arte en todo y
por todo. Agarraba arte cuando agarraba un picaporte, se sentaba
sobre arte cuando tomaba asiento en un sillón, apoyaba su cabeza en
arte cuando cansado la apoyaba en las almohadas, su pie se hundía en
arte cuando andaba sobre las alfombras. Se deleitaba en arte con
enorme fervor. Desde que su plato también había sido decorado con
motivos artísticos, cortaba su boeuf à l'oignon con doble energía.
Se le alababa, se le envidiaba. Las revistas de arte glorificaban su
nombre como uno de los primeros en el reino de los mecenas, sus
habitaciones fueron retratadas, comentadas y explicadas para servir
como modelo a las reproducciones.
Pero lo merecían. Cada estancia constituía una determinada sinfonía
de colores. Pared, muebles y telas estaban combinados de la manera
más refinada. Cada objeto tenía su lugar idóneo y estaba ligado a
los demás en unas combinaciones maravillosas.
El arquitecto no había olvidado nada, absolutamente nada. Ceniceros,
cubiertos, interruptores, todo, todo había sido combinado por él.
y no se trataba de las artes arquitectónicas vulgares, no, en cada ornamento,
en cada forma, en cada clavo estaba expresada la individualidad del propietario.
(Una labor psicológica cuya dificultad reconocerá cualquiera.)
El arquitecto, sin embargo, rechazaba todos los elogios modestamente.
Porque, decía él, estas habitaciones no son mías. Allá en frente,
en el rincón, hay una estatua de Charpentier. Y, al igual que yo le
reprocharía a cualquiera que afirmara haber diseñado una habitación
aunque hubiese usado tan sólo uno de mis picaportes, del mismo
modo yo no puedo decir que estas habitaciones han sido concebidas
por mí. Esto eran palabras nobles y consecuentes. Cierto ebanista, que
quizás empapeló su habitación con papel pintado de Walter Crane y
que, a pesar de todo, se atribuía los muebles que ahí se encontraban
por haberlos proyectado y ejecutado él mismo, se avergonzaba hasta
lo más profundo de su negra alma al enterarse de estas palabras.
Volvamos tras esta divagación a nuestro hombre rico. Ya he dicho lo
feliz que era. Una gran parte de su tiempo la dedicó a partir de entonces
sólo al estudio de su vivienda. Pronto se dio cuenta de que debía
estudiarla. Había mucho que memorizar. Cada objeto tenía su lugar
concreto. El arquitecto se había portado bien con él. Había pensado
en todo con antelación. Para la cajita más pequeña había un lugar
concreto, hecho intencionadamente para ella.
La vivienda era cómoda pero, para la cabeza, muy fatigante. Por
ello, durante las primeras semanas, el arquitecto vigiló en qué forma
se desenvolvían para que no incurrieran en ningún error. El hombre
rico se esforzaba. Pero ocurrió que, distraídamente, dejó un libro que
sostenía en la mano en el cajón destinado a los periódicos. O que
depositó la ceniza de su cigarro en aquel hueco de la mesa destinado
al candelabro. Cuando se había cogido un objeto, adivinar y buscar el
antiguo lugar que le correspondía no tenía fin, y en alguna ocasión
tuvo el arquitecto que consultar los planos de detalle para volver a
encontrar el lugar que le correspondía a una caja de cerillas.
Donde el arte aplicado había conseguido tales triunfos, no podía
quedarse atrás la música aplicada. Esta idea tenía muy preocupado al
hombre rico. Hizo una solicitud a la compañía de tranvías con la
cual intentaba que en sus vehículos utilizaran el motivo de campanas
de Parsifal en lugar de sonidos sin sentido. En la compañía no le
hicieron caso. Todavía no daban suficiente acogida a ideas modernas.
A cambio, se le permitió que pavimentara, a su cargo, la zona frente
a su casa, de modo que cada vehículo estuviera obligado a pasar por
delante al ritmo de la marcha de Radetzky. También los timbres eléctricos
de sus salones fueron provistos con motivos de Wagner y Beethoven y todos
los profesionales de la crítica de arte alababan en gran manera al hombre
que había abierto un nuevo dominio "al arte en los artículos de uso".
Como puede imaginarse, todas estas mejoras hicieron al hombre aún más feliz.
Pero no puede callarse que procuraba estar el menor tiempo posible en casa.
Y es que, de vez en cuando, se desea descansar un
poco de tanto arte. ¿O podría usted vivir en una galería de cuadros?
¿O estar sentado meses enteros en «Tristán e Isolda»? En fin, ¿quién
le iba a reprochar que recurriera de nuevo al café, al restaurante o a
los amigos y conocidos para reunir fuerzas para estar en su casa? Se lo
había imaginado distinto. Pero el arte requiere sacrificios. Ya había
llevado a cabo tantos. Los ojos se le humedecían. Pensaba en muchas
cosas viejas a las que había tenido tanto cariño ya las que, de vez en
cuando, echaba de menos. ¡El gran butacón! Su padre siempre había
hecho la siesta en él. ¡El viejo reloj! ¡Y los cuadros! ¡Pero el arte lo exige!
¡Ante todo, no aflojar!
Ocurrió que una vez celebraba su cumpleaños. La mujer y los hijos
le habían colmado de regalos. Las cosas le agradaron sobremanera y
le produjeron cordial alegría. Poco después llegó el arquitecto para
comprobar que todo estaba en orden y dar respuesta a cuestiones difíciles.
Entró en la habitación. El dueño le salió contento al encuentro pues
tenía muchas preguntas que formular. Pero el arquitecto no advirtió
la alegría del dueño. Había descubierto algo muy distinto y palideció:
«Pero, ¡qué zapatillas lleva usted puestas!», exclamó con voz penosa.
El dueño miró su calzado bordado. Pero respiró aliviado. Esta vez se
sentía totalmente inocente. Las zapatillas habían sido confeccionadas
fielmente de acuerdo con el diseño original del arquitecto. Por ello
replicó con aire de superioridad:
«¡Pero, señor arquitecto, ¿lo ha olvidado? Las zapatillas las ha diseñado
usted mismo!»
«¡Ciertamente!, tronó el arquitecto, pero para el dormitorio. Usted
está estropeando todo el ambiente con esas dos horribles manchas de
color. ¿No se da usted cuenta?»
El dueño de la casa lo vio inmediatamente. Se quitó rápidamente las
zapatillas y se alegró tremendamente de que el arquitecto no encontrara
imposibles también sus calcetines. Se dirigieron al dormitorio
donde el hombre rico pudo volverse a calzar las zapatillas.
«Ayer, empezó tímidamente, celebré mi cumpleaños. Los míos me
colmaron de regalos. Le he hecho llamar, querido señor arquitecto
para que nos aconseje sobre cuál es la mejor manera de colocar los
objetos.»
La cara del arquitecto se alargaba visiblemente. Entonces estalló:
«¡Cómo se le ocurre dejarse regalar algo! ¿No se lo he diseñado yo
todo? ¿No lo he tenido ya todo en cuenta? Usted no necesita nada
más. Está usted completo.»
«Pero, se permitió replicar el dueño de la casa,
¡todavía podré comprarme algo!»
«¡No, no puede usted! ¡Nunca más y nada más! Sólo me faltaba esto.
Cosas que no hayan sido diseñadas por mí. ¿No he hecho suficiente
permitiéndole el Charpentier? ¡La estatua que me roba toda la fama
de mi trabajo! ¡No, no puede comprarse usted nada más!»
«¿Y si mi nieto me regala un trabajo del jardín de infancia?»
«¡Pues no puede usted aceptarlo!»
El dueño de la casa estaba anonadado. Pero aún no había perdido.
«¡Una idea, ya la tengo, una idea!: ¿y si quisiera comprarme un
cuadro de la Sezession?» preguntó triunfante.
«Intente colgarlo en algún sitio. ¿No ve usted que ya no queda sitio
para nada más? ¿No ve usted que para cada cuadro que le he colgado
le he compuesto un marco en la pared, en el muro? No puede desplazar
ni un solo cuadro. Intente usted colocar un nuevo cuadro.»
Entonces se produjo un cambio en el hombre rico. El hombre feliz
se sintió de repente profunda, profundamente desdichado. Vio su
vida futura. Nadie podía proporcionarle alegría. Debería pasar sin
deseos frente a las tiendas de la ciudad. Para él ya no se creaba nada
más. Ninguno de los suyos le podía regalar su retrato, para él ya no
existían más pintores, más artistas, más oficios manuales. Estaba cortado
del futuro vivir y aspirar, devenir y desear. Sentía: ahora debo
aprender a vagar con mi propio cadáver.
Cierto: ¡Está completo!,¡Está acabado!
1. Adolf Loos. Escritos I 1897-1909
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